Desde arriba podía verlo todo sin que nadie supiera que tenía como costumbre observar a los demás. No era curiosidad, sencillamente se sentía bien mirando otras vidas. Cuando caía la noche trepaba al tejado para sentarse a esperar. Y esperaba.
Podía ser que no ocurriera nada, entonces miraba el cielo y se sentía la única persona del mundo que hacía eso. Ser la única que mira el cielo es algo mágico.
Adoraba ver cómo se iban apagando las luces en las ventanas, cómo se iba rindiendo la noche al silencio e imaginaba el sueño ocupando los ojos de la gente, sentía el tacto agradable de las sábanas en el cuerpo y el beso de buenas noches. Buenas noches, decía para sí.
Entonces escuchaba algún ruido e inmediatamente se concentraba en cada movimiento, en cada minúsculo detalle y permanecía muy quieta para no estorbar. Si se movía podía ser que las cosas no sucedieran igual, que nunca más salieran los solitarios a pasear, que la luna no volviera a brillar o que los amantes no se pudieran abrazar. Los abrazos más tiernos se dan por la noche y las palabras más bellas, también. Por eso le gustaba vigilar la noche, por si alguna palabra quedaba suelta.
Sólo cuando la noche se quedaba inmóvil volvía a casa y apagaba la luz esperando que alguien desde su tejado estuviera mirando su ventana.
Ilustración: Skasia
Sólo cuando la noche se quedaba inmóvil volvía a casa y apagaba la luz esperando que alguien desde su tejado estuviera mirando su ventana.
Ilustración: Skasia