20/7/23

Historias de ganchillo





 

Mi abuela Tomasa me contaba historias y eso nunca se olvida, querida. Las abuelas son como una manta en los días de frío o como un tazón de café con leche bien caliente. Recuerdo aquella historia del niño que buscaba a su madre perdida en las montañas de otro continente. Qué miedo me daba aquel relato, chiquilla, pero aún así escuchaba atenta la voz de mi abuela que nos sentaba a mi prima y a mí en torno a aquella mesa en la que un brasero de picón nos sacaba cabrillas en las piernas. Y eso que mi prima era su favorita, pero yo siempre quería volver a esa casa para escucharla. Antes, los inviernos eran larguísimos y sus tardes oscuras. No había muchas cosas que hacer entonces, no es como ahora, figúrate, que la gente siente que “no le da la vida”; vaya con la expresión, como si la vida diese más o menos, ni que fuera una goma que se estira, ¡qué bobada! El tiempo es siempre el mismo; el mismo ahora que antes, solo que antiguamente no pasaban tantas cosas y menos en los pueblos, que ni luz había para alumbrar las calles. Lo que te decía, que aquella historia del muchacho huérfano a mí me asustaba, pobre criatura, solo por el mundo buscando a su mamá. Yo oía hasta los golpes y las pisadas que acechaban al niño. Qué miedosa era. No como mi prima, que era recia y dura como un mulo y tenía la piel curtida, al contrario que yo, que nací paliducha y flaca. Mi abuela también nos enseñaba a hacer ganchillo con una aguja y una bobina de hilo. Eso lo hacíamos siempre antes de oír las historias porque si no, la puntilla no crecía y había que hacer la labor como es debido. A mí no se me ocurría quejarme, claro, pero estaba deseando acabar de tejer para que mi abuela empezara a contar la historia con su voz honda y labrada de mujer de campo. Al terminar de tejer y de escuchar, yo me tenía que volver a casa. Mi prima vivía allí con ella. Digo yo que por eso era su favorita, por eso y porque era vigorosa –menudos brazos tenía– mientras que yo era endeble como un tallo nuevo. No vayas a pensar que estoy celosa, qué va hija, pero antes las cosas eran de otro modo y las mujeres como yo éramos poco apreciadas. Fíjate, a mí me gustaba leer. Cosa rara por entonces. Otra cosa no, pero libros en mi casa había muchos y obras buenas, no te creas. Pero las muchachas de mi tiempo tenían que ser de huesos fuertes y carácter áspero y yo no era así; yo era escuchimizada y callada. Qué te estaba diciendo... ah sí, lo de volver a casa. Siendo como era de noche y yo con el miedo metido en el cuerpo, que hasta de mi propio corazón me asustaba. Cuánto daría por volver a escuchar ese sonido, bumbum bumbum, tan joven y tan vivo. Es dura la vejez, niña, te lo confieso, por eso me gusta acordarme de mi abuela, de sus historias y de mi pecho asustado, porque vuelvo a ser una moza mientras te lo cuento; aquella chica de manos frías y ojos ávidos de historias. Pasaban tan poquitas cosas entonces, ya te lo he dicho, ¿verdad?que no quedaba más remedio que vivirlas intensamente. Ahora la gente va de un lado para otro mirando sus móviles sin escucharse ni un poquito el corazón. Ya no es lo que era. Nunca supe el final de la historia del niño que buscaba a su madre, ¡qué penurias pasaría esa criatura! Tampoco sé por qué mi abuela elegía relatos tristes, vete tú a saber, a lo mejor porque su vida también fue triste y difícil, pero yo siempre me quedaba embobada escuchando. A veces pienso que las historias están colgadas de algún hilo y como con el ganchillo, las vamos tejiendo hasta que visten nuestra vida. Esto mismo que te cuento a lo mejor un día se lo cuentas tú a tu hija y ella, a su vez, a su propia hija si algún día, en el futuro, la tuviera. Mientras tanto, quién sabe, el pobre niño de las montañas da con su madre. Todo el mundo teme en algún momento perder a su madre; es el miedo al desamparo. No hay peor cosa que esa. Estoy cansada, querida, voy a cerrar los ojos y a descansar un rato. Últimamente me entra un sopor terrible a esta hora; es la edad, chiquilla, ya lo verás tú cuando llegues. 

*

Vamos niñas, vamos, calentaos bien las manos con el tazón, que hoy hace un frío que pela. Venga que el brasero está recién echado. Ponte a este lado de la camilla, Valentina. ¡Hale hale, que se hace tarde y anochece enseguida! Terminad pronto el café con leche migado, que se enfría. Ay, este tiempo me mata los huesos, las rodillas sobre todo, que ya no me aguantan el cuerpo. El campo es un canalla; nos desgasta hasta los tuétanos y luego a ver quién siega y quién labra. Esperad un momento que voy a poner los garbanzos a amollecer, no sea que más tarde se me olvide y no tengamos qué llevarnos a la boca mañana. Cuando terminéis la leche coged la labor, que esas puntillas no crecen, niñas, no crecen y no estoy yo para perder el tiempo. Venga, Luisa, ¡come, come! ¡Virgen santísima! Se alimentará del aire esta niña; así está de esmirriada. Tendré que decirle a tu madre que le eche bien de gallina al puchero, al menos que tomes algo de sustancia. ¡Vamos, vamos!, no veo que se mueva la bobina de hilo. El ganchillo tiene que hacerse rapidito, con gracia. Así, muy bien Valentina, qué buena mano tienes para todo, ¡y qué buena boca!, que te has tomado el tazón en un santiamén. Venga, Luisa, que es para hoy. Seguro que estás con tus cosas, que te quedas atontada, hija, mirando las musarañas. Dos meses conmigo en casa y te ponía yo las canillas prietas y las mejillas rosadas. De hoy no pasa que termines la puntilla. Desde luego eres como el niño que se va en busca de su madre por las montañas de América, que nunca llega a tiempo a nada. Cómo serán esas montañas. Más grandes que las nuestras y más peligrosas, seguro. Si acabáis pronto os cuento las desgracias del muchacho italiano, pero antes tengo que ver brío en esas agujas. ¡Rapidito, eh!, que no está el horno para bollos. Vamos Luisa, vamos. ¡Qué niña!, con la cabeza nada más en esos libros que tienes en casa. Ya hablaré yo con tu madre, ya hablaré. Échate bien el mantón por encima cuando salgas, que menuda pelona está cayendo y luego te pones mala y las culpas van para mí.

*

Ahora a dormir, cariño, que mañana hay que madrugar para ir al colegio. Si quieres me acuesto un rato a tu lado y te cuento una historia de ganchillo. No sabes qué es eso, ¿verdad? Para hacer ganchillo se necesita una aguja especial que tiene un gancho en un extremo y se tejen encajes, colchas o algunas prendas de vestir. Mañana te lo enseño en la tablet. Esta historia me la contó la otra tarde tu abuela Luisa cuando fui a su casa a llevarle las cajas de leche, que ya sabes que tu abuela sin café con leche no sabe vivir y ella ya no puede coger tanto peso en la compra. Me contó que cuando era joven iba a casa de su abuela Tomasa –que era una mujer muy ruda– a tejer y a escuchar las historias que le contaba. Se reunían en una mesa camilla con un brasero de picón, que era  un tipo de carbón que se removía y mantenía el calor. Se juntaba con su prima Valentina, una chica fuerte y alegre. Allí se quedaban merendando al calorcito, tejiendo y escuchando los relatos de Tomasa, que debía tener una voz poderosa y un cuerpo muy robusto, según dicen. La historia favorita de tu abuela Luisa era la de un niño que se fue en busca de su madre, que había atravesado el mundo para encontrar un trabajo y poder mantener a su familia. A tu abuela esa historia le daba mucho miedo, dice que incluso oía tal cual los ruidos que tu tatarabuela Tomasa describía. Tu abuela era de imaginar cosas porque le encantaba leer. Tú no dejes de leer, cariño mío, que es una de las cosas más bonitas que hay. También me contaba la abuela Luisa que cuando se iba de aquella casa, ya de noche y en pleno invierno, salía corriendo envuelta en un mantón y se asustaba del sonido que hacía su propio corazón, que latía desbocado por el miedo y por la carrera. Otro día te cuento la historia de Marco, el niño de las montañas que buscaba a su madre, aunque es una historia triste, mi vida, pero si tú quieres te la cuento. Tiene que ser en otro momento, que es tarde y tienes que dormir mucho para que mañana estés descansada. Puedo hacerte cosquillas hasta que te duermas. Voy a dibujarte en la espalda unas flores como las de las puntillas de ganchillo de tu abuela. Hasta mañana. Que duermas bien.


Basado en una historia real escuchada de la voz de mi madre, que en el relato sería la voz de Luisa. Los nombres han sido cambiados. Ella me cuenta historias y yo las escribo. 

16/7/23

Lo abrí

 


Ahora no puedo cerrarlo. 

Sabía que esto sucedería 

y sin embargo, lo abrí. 

Por ti, solo por ti. 


Aire limpio;

quise tenderme. 

Olor a masa;

quise extenderme. 


Por tu voz azul,

lo abrí. 

Ahora escuece; 

el corazón abierto escuece. 


Aquel pájaro moribundo, 

la duna grande, 

la flor seca 

y mis ansias. 


Quererte con ansia,

a bocanadas, 

con sed. 

Rompiéndome. 


Se me ve todo por dentro 

y dejo que mires

con esos ojos tuyos 

de océano.


Te quiero todavía más.

¡Me has visto el alma

y yo te he visto el fondo!


Yo tenía algo roto, 

tú tenías silencio. 


Yo el pecho, tú el soplo.  

El dolor. El remedio.

Así tengo el corazón; 

herido pero besado.






Foto de Evie S. en Unsplash

9/2/21

Qué más da el alma

 


Me desnudo y me miro al espejo. Esa imagen que a diario pasa

fugaz, distante, como una ráfaga

a lo lejos.

Me detengo en ella, tiro de ella. La acerco a mí.

Veo dolor instalado formando rutas difíciles.

Hay piel;

inmensa llanura de células sensibles.

Tengo los brazos delgados,

ni sé cómo han podido aguantar tanto peso

o empujar tantos miedos. Son mis brazos de guerrera.

Dejo escapar el aire anudado que me oprime un alma

que no encuentro. Por más que busco

no la encuentro. Si pudiera cogerla entre mis 

manos.

Hay montes deshabitados donde la helada 

cae a plomo.

Grietas que no terminan de cerrarse. Paso los dedos y 

duele.

Toco despacio, como trenzando cabellos finos,

como espuma que se rompe. Alargo el recorrido;

sombra al atardecer.

Me alojo en mis hombros dignos, cansados.

Hermosos.

Qué más da el alma, si tengo el dolor 

vivo.


Foto de Михаил Секацкий en Unsplash



13/12/20

Noviembre

Volvemos a la infancia con las pinturas de Judith Clay | Dibujos, Pinturas,  Producción artística

Noviembre es un mes triste. Octubre todavía es cálido y soleado, pero noviembre es triste. Antes, durante todo el mes de noviembre tocaban diariamente las campanas, ya sabes, por los difuntos, y no había un sólo día del mes que las campanas no nos recordaran que nuestros muertos seguían muertos, tristemente muertos, que de eso se encargaban los tonos lúgubres de las campanas, y muertos también seguían los muertos de los vecinos, los de acá y los de más allá, valga la expresión, porque eso sí, las campanas se escuchaban por todos lados. Otra cosa no, pero un buen campanario sí que había. Ya me hubiera gustado que el mes de noviembre no fuera así, tan negro, tan llorón, porque realmente es un mes bonito de no ser por las campanas. Qué miedo me daban esas campanas. Todos los años había que llorar, qué íbamos a hacer si no. Yo hubiera preferido cantar a los muertos, reírles por lo menos, que eso siempre gusta más, pero no, noviembre era un mes para llorar y el resto del año para trabajar, ya me dirás. Y luego las misas por los santos difuntos, que ya ni acordarme quién era el muerto al que había que rezar, pero a la misa había que ir, de negro y con pena. Qué bien que lloraban las mujeres de mi pueblo, ¡cómo se oían los suspiros cuando tañían las campanas! De alguna misa me libré porque mi hermano, que de pequeño odiaba los pájaros, y ahora, fíjate tú cría canarios, pensó que para qué iba a ir yo a las misas si ya lo hacía él.  Qué tontería, para qué los dos. 
Todavía me acuerdo cuando era joven. Paseaba con las amigas por la calle en hilera, las más audaces al extremo que eran las que se llevaban la suerte de pasar al lado de los chicos. Yo siempre caía en el centro, hay que ver cómo era yo, pero eso sí, no había nadie que leyera tanto como yo en el pueblo. La de libros que habré leído, y eso que no eran tiempos para eso, pero tampoco para pasarse el mes llorando, ¿no? 


Ilustración: Judith Clay




7/12/20

La noticia



"Curioso... por el latido, parece un pez", afirmó después de un largo silencio. Siempre creí que diría “niño” o “niña”. Lo típico. Cuando salí de la consulta volví a casa y me sumergí en la bañera. No pude resistirme a darle la noticia: “vas a ser padre”, le dije. El hidromasaje burbujeó loco de contento.


Ilustración: Rebeca Dautremer

6/12/20

La jardinera




Solía dedicar las primeras horas de la mañana a cuidar sus macetas. La luz de esas horas entraba con delicadeza y dulcificaba su piel. Quitaba las ramas secas con cuidado, enderezaba los tallos y contemplaba los brotes. Luego se sentaba cerca de la ventana a observar la calle, con la sensación y el olor de la tierra húmeda todavía en los dedos. Más tarde empezaría a transitar la gente. No tenía prisa, sabía que aquellas flores blancas abrirían pronto sus pétalos. Cuando eso sucediera, seguro que ya habría saludado desde su ventana a las mismas personas que cada mañana acostumbraban a pasar por allí, mirando hacia ella esperando el gesto de siempre, conscientes de que aquella mano de movimientos suaves y lentos era, en realidad, una flor abierta.


Foto de Steinar Engeland en Unsplash

18/4/20

Pausa




Se ha detenido el tiempo 
en mitad del salto
para que la hierba 
crezca mientras tanto.



Texto: Inma Cañete
Ilustración: Jimmy Liao