De pronto lo perdió. Buscó por todos lados, pero sólo encontró los restos resecos de una acuarela blanca, quebradiza, inservible. Sin él no era posible, decidió, y abandonó la afición que tanto le había gustado.
Lo había perdido. La idea le rondaba como un dolor punzante, pues sabía que el color blanco resulta de la superposición de todos los colores y esa certeza se le antojaba insoportable. El lienzo, como un sumidero de luz, permanecía negro en total ausencia de color. No había nada. Su pincel no podía pintar lo que no veía. Necesitaba deshacer el mundo partícula a partícula, distorsionar las formas, esfumar los bordes, inventar trazos y crear una pintura nueva. Pero necesitaba el blanco porque la oscuridad acabaría engullendo su ilusión.
Lo encontró reluciente, fresco, brillante, donde siempre había estado; en el capricho de las nubes, en el frío de las mañanas, en el contraste de una noche estrellada. En la luz que emite la alegría de sus hijas y que al atravesar la risa, como si fuera un prisma, se descompone en hermosas carcajada de colores.
Su paleta estaba completa. Comenzaría pintando aquellos delicados lirios.
Ilustración: Elena Odriozola