Recuerdo la casa en la que vivía. Era una casona antigua que había pertenecido a mis bisabuelos y que nosotros habitábamos como legado de nostalgia. Estaba situada en un valle, a unos kilómetros del pueblo, coloreada del verdor que caracteriza las montañas del norte de Extremadura. Se accedía por un camino empedrado, en cuyas juntas crecían yerbajos. Yo me entretenía imaginando los bordes de las piedras que apenas se veían; podían ser países o animales o caras. Siempre me gustó ese camino.
La fachada dejaba al raso unos muros vigorosos, labrados con sillares irregulares, que descargaban su peso en un porche de tres arcos. La robustez del exterior contrastaba con el ambiente cálido del interior de la casa. En las paredes colgaban multitud de hermosos platos de cerámica esmaltada, cuadros y retratos de la familia. Había alfombras por todos lados (¡yo volaba encima de todas ellas!), cortinas diáfanas en las ventanas que daban a un claustro de galerías porticadas en cuyas columnas trepaban, decididas, las hiedras. En medio del patio había una fuente que servía de estanque para mis peces: hojas secas, canicas de colores o simples chinarros.
Allí crecí, rodeada de las viejas historias que habían sobrevivido a lo largo de los años, del olor a tierra y hierba mojadas, de juegos y de ilusiones.
Dedicado a todas las profesoras.
1 comentario:
Con una casa así, cómo no volar sobre la alfombra y describirla tan bien como tú lo haces.
Besos voladores.
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