Solía montar en el columpio con la idea de llegar lo más alto posible. Alzaba las piernas con la misma fuerza con que la tierra la traía de vuelta, pensando que en cualquier momento llegaría el impulso definitivo, aquel en el que nunca más tocara el suelo. Solo volar. Hacia el lugar que ella recordaba y que había dejado atrás, pequeño, cada vez más, hasta guardarse en el espacio más triste y mínimo de la memoria, que duele de veras, como duelen las cosas que se pierden para toda la vida.
Apenas empezaba a rozar el cielo con la punta de los pies, sonaba el timbre que indicaba la vuelta a clase. Se acababa el recreo. Volvía sola a las aulas, todavía con la ligereza del aire en sus pasos. Al día siguiente volvería a intentarlo.
Así pasó el tiempo, más cerca de las nubes que del mundo, comprendiendo que los juegos no pueden cambiar el destino, que lo más parecido a volar es caer. Dejó de soñar, pues no tenía sentido si ya no le servía para volver. Y cayó.
Hasta que llegó él, con los ojos del color del cielo más intenso que jamás había visto, con su sonrisa honesta para devolverle el impulso.
Ahora lo sienta en su regazo y ambos, con un dulce y tranquilo vaivén, se mecen en el columpio que hay en el jardín de su casa, recibiendo en los ojos el sol bajo que anuncia el atardecer. Es tiempo para soñar, piensa. Y para vivir.
Ahora lo sienta en su regazo y ambos, con un dulce y tranquilo vaivén, se mecen en el columpio que hay en el jardín de su casa, recibiendo en los ojos el sol bajo que anuncia el atardecer. Es tiempo para soñar, piensa. Y para vivir.
Ilustración: Faby
Con amor, a mi hijo.
3 comentarios:
Halaaa... qué cosa tan bonita. te felicito.
Un saludo :-)
Qué bien contado: crecer y crecer dando vida e ilusión.
BESOS.
Es mi favorito hace 6 años ! Lo máximo
Publicar un comentario