Solía dedicar las primeras horas de la mañana a cuidar sus macetas. La luz de esas horas entraba con delicadeza y dulcificaba su piel. Quitaba las ramas secas con cuidado, enderezaba los tallos y contemplaba los brotes. Luego se sentaba cerca de la ventana a observar la calle, con la sensación y el olor de la tierra húmeda todavía en los dedos. Más tarde empezaría a transitar la gente. No tenía prisa, sabía que aquellas flores blancas abrirían pronto sus pétalos. Cuando eso sucediera, seguro que ya habría saludado desde su ventana a las mismas personas que cada mañana acostumbraban a pasar por allí, mirando hacia ella esperando el gesto de siempre, conscientes de que aquella mano de movimientos suaves y lentos era, en realidad, una flor abierta.
Foto de Steinar Engeland en Unsplash
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