Estaba acostumbrada a esa llamada tímida; un golpecito suave después de dudar varias veces, acercando el puño una vez y otra hasta tocar la puerta. Primero dudaba, luego se desbarataba.
- Vamos entra, siéntate.
Como la mayoría de los días desde que lo conocía, traía un conjunto de sudadera y pantalón demasiado ancho para su cuerpo delgado, demasiado corto para su talla. Olía mal. Apenas se sentó comenzó a llorar, pero no como lloran los niños. No. Lloró a proporciones inconmesurables, lleno de sal, de mocos, a metros y metros de profundidad, buceando en sus propias lágrimas. Ocupó su manga con todos los líquidos que había en su cara y se le torcieron un poco las gafas que eran enormes, de pasta marrón marca chupachups.
- Han cambiado el aula de sitio -consiguió decir mientras colocaba los labios otra vez en su sitio-.
Días atrás le había explicado que mirar los portales inferiores al número cinco no tenía nada que ver con suspender los exámenes, o que si algún compañero mal estudiante le tocaba el hombro, no le contagiaba sus pésimas calificaciones.
Cualquier cambio, por mínimo que fuera, le producía una angustia insoportable. No conseguía entender por qué las cosas cambiaban si así estaban bien. Su cabeza estaba estructurada del uno al diez, en casillas cerradas, oscuras, y ahí metía todas sus experiencias... Si algo se colaba en casillas por debajo de la quinta se nublaba, perdía el control, se desquiciaba. Todo giraba en torno a un número: el cinco, metido en sus obsesiones desde que descubrió que con él se sentía más querido, valorado y reconocido. Así estaba estructurada su vida de 8:30 de la mañana a 14:30. Por las tardes sólo tenía tiempo de encerrarse en su habitación para evitar el aliento a alcohol rancio de su padre.
- ¡Es el aula número dos!, ¿por qué nos han cambiado? Quiero ir a mi clase, a mi mesa, no quiero estar en esta. Tiene el número dos.
¿Que podía decirle, que era una decisión que no tenía ninguna repercusión en sus estudios, que seguiría siendo el mismo y todo seguiría igual aunque estuviera en un sitio o en otro?, ¿tenía derecho a decirle que todo era un miedo irracional, una obsesión? No. Esa obsesión era su única preocupación real, su anclaje con el mundo. Lo demás está claro que tenía que ser un sueño.
Entonces le dejó llorar porque por lo menos así se le ablandaba un poco el dolor.
Pensó que lo mejor sería borrar del calendario los primeros días del mes, cambiar el uno por el diez (sólo era añadir un poquito más) y que el dos y el tres y el cuatro, fueran juntos como un nueve.
Y cuando llamara de nuevo a su puerta pudiera decirle: - ¡Entra, ya no hay más números malos! Que se fuera a casa feliz.
3 comentarios:
Me ha gustado tu relato. Aunque me angustia pensar que puede o podría ser verdad, porque de forma increible nuestra mente nos juega malas pasadas, y a veces no nos podemos desprender de nuestras extrañas obsesiones.
Besos
La mente es un mundo extraño, pero quizá sea más extraño todavía que sigamos confiando en los números como medio para evaluar a las personas. Creo que se deberían tomar en cuenta otros aspectos no tan centrados en lo púramente académico, en lo cuantitativo. Sé que avanzamos en esa pretensión, pero todavía queda lejos.
Sinceramente, no sé hacia dónde avanzamos. Ni siquiera sé si avanzamos.
Sospecho que la historia es real o está construida por retazos de lo real. Todo junto nos acerca a la verdad del dolor. Un 5 o 1, un 10 o un 2 no van a aliviar ese dolor, no harán desaparecer a la madre que abandona a su hijo, aún viviendo en la misma casa, sustituyéndola por otra mejor. El olor a alcohol no desaparecerá.
¿Tenemos derecho a decírselo? No lo sé. Estoy tan perdida como el oyente de tu relato.
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