2/3/08

¿Te vienes a la calle?

No es fácil volver a la vida cuando has muerto, pero renacer puede ser posible si el viento ese día, porque aquélla nube blanca quería viajar, te desplaza a ti también. Es la historia de una historia que empieza, que vuelve a empezar.

Se llaman Marina y Sergio, no sé por qué.

De pie, a tientas en la habitación a oscuras, Sergio buscaba su pie bajo las mantas; tiraba de sus dedos para despertarla cada mañana hasta que notaba cómo se movía perezosamente. A él le gustaba oír el ruido de su cuerpo despertando, su respiración profunda al abrir los ojos. Advertía que seguía viva, que quizá ese día recuperaría el alma.

- Marina, ya es la hora. Le decía con la voz suave.

Ella esperaba unos minutos en la cama antes de levantarse; eran los mejores del día, el instante más especial por el ser el más simple. Todos los demás los apartaba a manotazos, quitándoselos de encima como si le molestaran a la vista. Encender la luz de la lámpara la ubicaba en un lugar vacío en medio del mundo; sin horizonte, todo era circular, sin base, el cielo era demasiado grande y se sentía insignificante y volátil.
Comenzaba la inercia de un nuevo día que no terminaba de estrenar.

Antes de separarse, Sergio la abrazaba pidiéndole en silencio que volviera, ofreciéndole su paciencia, porque la esperaría siempre, siempre.
La miraba sin perder de vista su espalda hasta que cerraba la puerta para irse haciendo remolinos en el mismo lugar, revolviéndose junto al polvo viejo, las horas no vividas y los sueños sin historia que se acartonan en la mente de quien ha sufrido.

- Adiós, mi dulce Marina.

Se quedó quieto durante unos segundos y pensó en el dolor. Los traumas ennegrecen al segundo golpe. El primero sabía que ocurrió cuando ella era niña; el último impactó al no poder soportar la fuerza de lo inexorable; un día de pronto ella sintió que la muerte era más poderosa que su capacidad de entenderla, que no podría evitar cuando algún día se acabara la vida para siempre, la ausencia definitiva de sus personas amadas. Se lo dijo llorando, asustada y abrazada a él con el pánico brutal de perderle.
La contusión vino con la desesperanza.

Marina volvía siempre por el mismo lugar sin saberse el camino, pero ese día su cabeza se volvió, miró a la derecha y vio dos niñas jugando con globos. Quiso sentarse con ellas y pedirles permiso para soplar. Sonrió al verlas anudar los lazos de su ilusión, y quiso ser pequeña, brincar, inventar, soñar.

Entonces algo cambió. Corrió sin parar, henchida de ganas de vivir, de empezar a vivir, aguantando la respiración para llegar a casa, coger la mano de su amor y salir a la calle para que le enseñara a jugar.

Sergio la vio llegar y suspiró...

- Por fin has vuelto.



Puede que el miedo esté ahí, pero ¡Que no se trague las ganas de vivir!

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